jueves, 28 de junio de 2007

Los felices ciudadanos

Creemos a veces que las épocas de injusticias y atentados contra la libertad pasó ya a la historia o se limita a países alejados como China o Irán. Creemos que este sistema en el que nos movemos acabaría moviendo los resortes adecuados para que las injusticias se pagasen caras, y de alguna manera confiamos en que hemos alcanzado una sociedad madura, libre y justa, al menos hasta un nivel aceptable.

Pero a veces algunos acontecimientos nos despiertan de nuestro feliz sueño y nos recuerdan que de eso nada, que la libertad es algo por lo que hay que luchar día a día, porque son muchos los que están dispuestos a limitarla, y muchos de ellos son muy poderosos.

Sin ir más lejos, en esta España presuntamente democrática y justa, ese país donde los políticos tienen siempre en la boca la expresión "el estado de derecho", tenemos que contemplar fenómenos tan vergonzosos como la denuncia de la SGAE contra Julio Alonso. Fijémonos en lo grave del hecho: Una persona se limita a informar sobre un fenomeno como el "google bombing" y resulta que una entidad, que no sólo no forma parte del poder judicial, sino que ni siquiera forma parte de la administración o de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, tiene la capacidad de demandarle, como si hubiera cometido un delito grandísimo. ¿Y todo por qué? Porque les molesta que los miles de ciudadanos indignados (justamente, pienso) con ellos usen esto para llenar la red de descalificaciones sobre su organización. Descalificaciones que, en mi modesta opinión, tienen más que merecidas, sobre todo porque ellos no se ahorran insultos cuando nos llaman piratas, ladrones, etc. Pero lo alucinante del caso es que Julio Alonso no les ha insultado, simplemente ha comentado la situación. Una medida, por tanto, propia del fascismo.

Otro ejemplo no menos alucinante es el que ha ocurrido recientemente en Polonia. Este país, y su neoconservadurismo de tipo fascista, no deja de sorprendernos desde hace unos meses, pero la última aberración de los polacos ya alcanza cotas inadmisibles para un país que pertenece a la Unión Europea. Se trata de la llamada ley de excepción moral. Consiste en algo tan ilegal, fascista e inadminisble como impedir a los ciudadanos recurrir al tribunal europeo de Luxemburgo cuando en su país se les condene por "violar la moral pública y la integridad física y familiar". Ajá: o sea, me invento una ley que sé que en Europa jamás sería admitida y que hará que el tribunal que hay por encima mío dé la razón al demandado, y como no me da la gana que Europa sea un "estado de derecho", pues impido a mi ciudadano recurrir a ese tribunal y listo. Vamos, más o menos como cuando Estados Unidos impide que sus soldados sean juzgados por el tribunal penal de La Haya, es decir, que son algo así como unos enviados de Dios que están más allá del bien y del mal, más allá del alcance de la justicia. Yo me lo guiso y yo me lo como.

Los felices ciudadanos que creemos vivir en paz, libertad y democracia haríamos muy bien en andarnos con cuidado. En el fondo, Torquemada sigue ahí, a la vuelta de la esquina, solo que ahora está disfrazado de político con traje y corbata, o dirige quizás alguna entidad de gestión...

lunes, 18 de junio de 2007

Tócate los productos

Recuerdo haber leído hace tiempo un comentario (creo que de Jorge Cortell) sobre el uso excesivamente "capitalista" del lenguaje en determinados contextos. Iba referido a que médicos y compañías de viajes hablaban ya de clientes, en lugar de pacientes y viajeros respectivamente. Hoy, paseando por la web de Renfe en busca de un viaje, trayecto e incluso servicio que uniera Zaragoza con Barcelona, he caído finalmente en la cuenta de que el enlace correcto era uno que decía "Productos". Ah. O sea, que ahora los viajes en tren son productos (y supongo que los de avión para Iberia, por ejemplo, también). La verdad es que la primera vez me costó darme cuenta, y conozco más personas a las que nunca se les hubiera ocurrido buscar en ese enlace... Por qué será.

Está claro: Al final parece que todos nosotros ya no somos personas sino consumidores y clientes, y lo que consumimos son productos. Ya puestos a extender esta costumbre, me imagino a las discográficas ofreciendo su catálogo de música con el título "nuestros productos" en lugar de "nuestra música" (ya van en camino, tal y como enfocan el tema últimamente), al pintor que ofrece una exposición hablando de sus productos, en lugar de sus obras o su arte, o simplemente de sus cuadros. Me imagino al cine, al teatro, a la escultura, a la literatura y, en definitiva, a todas las actividades humanas, sean del tipo que sean, convertidas en un simple intercambio comercial, despojado de cualquier valor ajeno a la actividad empresarial, como una simple transacción en la que sólo hay un producto que pasa de proveedor a cliente.

Y es que mira que somos tontos. Cómo se nos había ocurrido pensar que en cualquiera de estas situaciones había alguna traza de actividad humana o de servicio social, algún nexo entre las personas que no fuese puramente el dinero, alguna condición de quien interviene que no fuese la de simple consumidor. No, hombre, no, qué mentalidad tan anticuada. Ahora unos iluminados nos han descubierto que al principio Dios no creó la luz, creó las empresas, y de ahí siguieron todos los demás seres y cosas, a los que se llamó consumidores y productos. Si es que hay que leer más, hombre.

Yo lo siento mucho si soy anticuado, pero para mí los viajes en tren seguirán siendo viajes. "Productos"... sí, hombre, sí.

viernes, 15 de junio de 2007

Pedir perdón

Pocas virtudes humanas son tan hermosas como saber pedir perdón. Es algo que requiera muchas buenas cualidades.

Humildad, para reconocer los errores propios.
Coherencia, para no echar las culpas a otros.
Sinceridad, para no poner excusas.
Madurez, para no atormentarse con la culpa, sino usar los errores como un aprendizaje para el futuro.
Valor, para acercarse a quien está enfadado con notros.
Franqueza, para decirle las cosas sin miedo.
Grandeza, para aceptar su nueva amistad sin rencores.
Bondad, para querer hacerlo de un modo puro, que surja del corazón, y no por interés o por miedo.

Pedir perdón no es, como creen algunos, una humillación que uno deba sufrir. Si alguien nos obliga a humillarnos para pedirle perdón, es que no merece que se lo pidamos. No es necesario ponernos de rodillas, enrojecer de vergüenza y ver cómo nos señalan con el dedo. Es simplemente demostrar que reconocemos nuestro error y que tenemos buena voluntad para con la otra persona. Nada más.

Afortunadamente, no hay muchas personas que me deban pedir perdón por algo (un par me vienen a la memoria solamente, quizás tres), ni tampoco yo me siento en deuda con nadie (espero que eso no sea una consecuencia de mi inconsciencia o mi falta de memoria). Esto me alivia: no me gusta estar en deuda ni que lo estén conmigo.

Hace casi un año, cuando Berzo estaba por aquí, una persona que me debía una explicación me encontró una noche por casualidad y me dijo que sentía lo que había pasado unos meses atrás. Para mí fue suficiente así, sin humillaciones, simplemente una muestra de buena voluntad. Nunca volverá a ser amiga mía, pero al menos ya no tendremos que mirar a otro lado si nos encontramos. Y la verdad es que sólo eso ya sirvió para alegrarme aquella noche.

miércoles, 13 de junio de 2007

Ser o no ser como un crío, esa es la cuestión

Mil veces he oído (y he utilizado) la expresión "te portas como un crío", pero no siempre se aclara qué es lo que se quiere decir con eso. Yo me lo he preguntado algunas veces, y he llegado a esta conclusión, totalmente personal:

Para mí la diferencia fundamental entre ser como un crío o ser una persona adulta está en el grado de aceptación de la realidad. Un crío llora cuando algo no le gusta, y espera que alguien venga a solucionarle ese problema. Esta actitud, lógica en los bebés, se va haciendo cada vez más absurda a medida que se crece. Al llegar a ser adultos, debemos aceptar el mundo que nos rodea tal y como es. En todo caso, si algo no nos gusta, tenemos dos opciones: si está en nuestra mano modificarlo, modificarlo; y si no podemos hacer nada, aceptar que es así. Por supuesto, no por ello tenemos que callarnos nuestras quejas, pero jamás enfurruñarnos como si pretendiéramos tener alguna autoridad para que "alguien" viniese a obedecernos y arreglarlo. Nadie va a venir, aceptémoslo. El mundo no se mueve a nuestro antojo, no hay ningún "padre celestial" que vaya a venir a arreglarnos los problemas. Pensemos que si las cosas son así, será por algo, y que quizás, al igual que a nosotros nos viene mal que sean así, a otros puede venirles muy bien.

Quien se porta como un crío, muestra a menudo un carácter colérico y testarudo: o se hace lo que él dice o se enfurruña. La persona adulta, muchas veces ni siquiera discute, cuando ve que no vale la pena; y si lo hace intenta antes ponerse en el lado del otro, no vaya a ser que, en el fondo, todo se reduzca a un conflicto de intereses en el que nadie tiene razón, pero todos quiere barrer para su casa.

Otra diferencia es que el niño habitualmente se monta castillos en el aire. Tiene un sueño y, en lugar de intentar entender hasta qué punto puede hacerlo realidad y ver si algún aspecto es irrealizable o no, prefiere vivir en ese sueño antes que aceptar una verdad que no le resulta tan agradable. La persona adulta, en cambio, toma sus sueños como una referencia para su actividad diaria, como algo por lo que luchar, pero es consciente en cada momento de la diferencia entre ellos y su realidad cotidiana y, lo más importante: vive en ésta, no en aquéllos.

Llegar a ser adulto no es fácil. Nuestra naturaleza nos arrastra fácilmente hacia las actitudes de los críos, que son más cómodas y más autocomplacientes. Sin embargo, alcanzar esa condición es un deber para con nosotros mismos, porque de lo contrario nuestra felicidad será siempre como una nube que puede desvanecerse en cualquier momento, y dejarnos sumidos en la más terrible oscuridad.

martes, 12 de junio de 2007

Ya lo decía Rousseau

Tener lejos a las personas a las que queremos es una situación desagradable y agobiante, pero en parte también una inyección de magia y de interés. Al igual que el aire que respiramos, las personas amadas se hacen más importantes cuanto más nos faltan, mientras que cuando las tenemos a nuestro alcance, a veces se mimetizan con nuestro entorno y pasan desapercibidas.

La antigua costumbre de escribirse cartas, llenaba de encanto y dulzura los amargos momentos de separación, no sólo entre los amantes, sino entre amigos y familiares. Ahora es tan fácil encender el móvil... y con los de nueva generación, hasta tendremos que soportar que nos vean nuestra mala cara de ir a trabajar. Tenemos demasiada facilidad para estar al lado de los demás. Incluso esa facilidad se vuelve contra nosotros, porque si pasa un cierto tiempo sin que llamemos a esa persona (o, para ser más modernos aún, sin hablar con ella por mensajería instantánea), parece como que pasemos de ella. Como nos sería fácil hacerlo, si no lo hacemos será que no nos interesa, cuando no tiene por qué ser así. La vida moderna nos agobia cada día, y por lo general no podemos estar por todo el mundo. Quienes no comparten nuestra vida cotidiana más inmediata, forzosamente acabarán siendo personas con las que charlemos o nos escribamos una vez cada tantos meses.

"Pues qué mal", dirán algunos. A eso yo respondo: ¿Y el encanto de volver a conversar con esa persona? ¿Y el interés renovado que surge del tiempo transcurrido, tras el cual aparecen nuevos e interesantes temas de conversación? Decía Rousseau que la paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces. Lo mismo puede decirse a menudo de la separación, mientras en ella siga latiendo el afecto.

lunes, 4 de junio de 2007

Las malas buenas acciones

Llevo ya unos cuantos días, creo que semanas (o quizás es una impresión que tengo por la pesadez de la noticia) enterándome de que una niña rubita, hija de unos turistas ingleses desapareció en Portugal. Una tal Madeleine, creo. Sin duda es una noticia triste que desaparezca una niña, y está bien que se le dé algo de publicidad por si alguien la encontrase, pero... sinceramente, ¿hay algo que tenga esta niña que no tengan los centenares de personas desaparecidas en nuestro país? Pero qué digo... si ni siquiera ha desaparecido en nuestro país: ¡Nuestros medios de comunicación nos machacan sin cesar sobre la desaparición de una niña inglesa en Portugal! Tal actitud sólo puede tener dos causas:
  • Esta vez los padres son personas con dinero e influencias. Eso hace que la vida de esta niña importe más, por lo que parece, que la de las demás.
  • A los medios les encanta usar este tipo de noticias para ganar audiencia (=dinero). Es una de las "clásicas", junto a la violencia doméstica, el fútbol o el intercambio de acusaciones gobierno-opsición.
Mi visión del tema es que por fin hemos llegado a ese punto fatídico en el que todo está tan contaminado por el más bajo interés, que incluso las aparentes buenas acciones no son más que un engranaje más del vicio y la bajeza.