viernes, 27 de julio de 2007

Desenterrando héroes (II)

A mediados del siglo XVIII, los reinos de Inglaterra y España se encontraban enfrentados por una guerra de la que hablaré en un próximo artículo, y que se desarrolló básicamente en las colonias. De los diversos enfrentamientos de esa guerra, el más importante fue el intento por parte de los ingleses por conquistar la importante ciudad de Cartagena de Indias, en Colombia. Animados por su reciente éxito en Puerto Bello (Panamá), que habían saqueado fácilmente, los ingleses decidieron reunir la flota más grande que jamás tuvieron hasta a la Segunda Guerra Mundial. Nada menos que 186 naves, que contaban con 2000 cañones y que además transportaban un ejército de tierra de unos 15000 soldados (1000 de ellos macheteros jamaicanos y 4000 voluntarios de las colonias norteamericanas, a los que curiosamente mandaba un tal Lawrence Washington, familiar del general que unos años más tarde encaminaría a los EE.UU. hacia su independencia). El total de hombres embarcados por los ingleses era de unos 27000.

No se recuerda ninguna flota británica anterior tan grande, y sólo sería superada mucho después por la que se reunió en el desembarco en Normandía. Para que nos hagamos una idea, la flota de Nelson en Trafalgar, de la que tanto se habla, tenía 33 barcos de guerra, y su oponente franco-española poco más de 40. Ni siquiera la Armada Invencible de Felipe II, con 137 barcos, tenía tantos efectivos. Estamos, por tanto, ante una de las flotas de guerra más potentes que han existido.

Frente a esta descomunal fuerza, España sólo disponía de unos 3000 hombres para defender la ciudad y unos 600 flecheros indios. También había 6 buques de guerra en el puerto, pero estaba claro que hubiera sido un suicidio enviarlos a mar abierto a enfrentarse a los ingleses. Al mando de todos estos hombres estaba el Virrey Sebastián de Eslava, y bajo su mando, dirigiendo la flota, se encontraba Blas de Lezo, extraordinario militar al que habitualmente se le atribuye esta victoria.

Puestas así las cosas, nadie hubiera dado un duro por los españoles. Sólo quedaba hacer una porra a ver cuántos días aguantaban, si es que no se rendían ya desde el principio, cagados de miedo ante la (apartentemente) irremediable derrota. Dada la optimista situación, el almirante Vernon, que mandaba la fuerza británica, envió cartas desafiantes, recordando el destino fatal de la guarnición de Puerto Bello (cruelmente tratada por los ingleses) y esperando que la rendición evitase la batalla, pero la respuesta de Blas de Lezo es propia de un auténtico caballero, de esas que a la gente le parece pretenciosa si la da un español, pero genial si la pronuncia un fancés o un inglés:
Puedo asegurarle a Vuestra Excelencia, que si yo me hubiera hallado en Puerto Bello, se lo habría impedido, y si las cosas hubieran ido a mi satisfacción, habría ido también a buscarlo a cualquier otra parte, persuadiéndome de que el ánimo que faltó a los de Portobelo, me hubiera sobrado para contener su cobardía

Los ingleses atacan entonces, cañoneando desde el mar todo lo que pueden, mientras los españoles se las ingenian para ofrecer la mayor resistencia posible desde la costa. Finalmente consiguen desembarcar sus tropas e intentan un asalto al Castillo de San Felipe, pero dos hechos fatídicos les impiden realizarlo con éxito. En primer lugar, las escaleras que llevaban para el asalto resultaron ser demasiado cortas, ya que los españoles habían cavado una fosa ante las murallas, para hacer aún más difícil el asalto; pero como se dieron cuenta de ello justo ante las murallas, el nutrido fuego de los defensores produjo enormes bajas, y tuvieron que retirarse sin haber conseguido nada. En un alarde de audacia, los españoles decidieron, a la mañana siguiente, realizar una salida sorpresa, y al pillarles desprevenidos se produjo también una gran mortandad.

Por si fuera poco, las enfermedades comienzan a cebarse en la fuerza inglesa, que al no conseguir bases firmes en tierra, no puede hacer otra cosa que amontonar a sus heridos y enfermos en los barcos, empeorando la situación. Las bajas son tan numerosas que se ven obligados a quemar buques por falta de tripulación, para que no caigan en manos de los españoles. Tras unos días más bombardeando la ciudad para nada, se retiran, después de haber perdido 50 naves y 6000 hombres. Los españoles habían perdido sus 6 naves (incendiándolas en la entrada del canal para obstaculizarlo, por orden de Eslava y en contra de la opinión de Lezo) y unos 800 hombres.

Así terminó este enfrentamiento, casi desconocido en nuestro país (y por supuesto también en Inglaterra...). Pero aún hay una anécdota más: Antes del ataque, Vernon había despachado ya mensajeros anunciando el triunfo, de tan convencido como estaba de que lo lograría. En Inglaterra llegaron incluso a acuñar monedas que representaban a Lezo arrodillado ante él entregándole la ciudad. Al enterarse el rey Jorge II de la derrota, prohibió que se hablase de ella en parte alguna, y mandó retirar las monedas, pero algunas de ellas ya estaban en circulación e incluso llegaron a España, causando gran burla por parte de la gente (para ensalzar a nuestros heroes no estamos listos, pero para burlarnos de quien sea nos apuntamos en seguida).

Pues bien, esta es para mí la batalla más increíble de la Historia. ¿Por qué? En primer lugar, como ocurre en casi todas las batallas memorables, por la desproporción de fuerzas. Está claro que los poco más de 3000 defensores, algunos de ellos simplemente armados con flechas, poco tenían que hacer ante los 15000 atacantes. Sobre la flota, los 6 buques españoles, que en otras circunstancias hubieran podido tener alguna posibilidad, eran casi inservibles ante una flota de más de 180. Además, la situación era a priori muy flexible para los ingleses, que podrían perfectamente haber desembarcado en otros lugares de la costa menos protegidos para tener bases y luego proseguir el ataque. De hecho, la enormidad de su flota les hubiera permitido dividirse y mantener un bloqueo y un bombardeo marítimos mientras se desembarcaba en otros lugares. Los españoles apenas tenían gente suficiente, en cambio, para cubrir la ciudad y los fuertes y castillos cercanos. Sin embargo, sólo consiguieron desembarcar una vez y fueron masacrados. Luego debieron luchar desde los barcos, cosa poco útil si a fin de cuentas no tienes capacidad para desembarcar luego.

En una entrada anterior mencioné otras grandes victorias como la de Cortés o la de los almogávares, que se consiguieron con una cantidad de hombres todavía más pequeña que los 3000 de Lezo. ¿Por qué entonces considero esta victoria superior? Porque en las otras ocasiones, los enemigos eran ejércitos numerosos, pero que a priori no estaban tan capacitados. Los griegos habían demostrado su ineptitud en combate (precisamente por eso llamaron a los almogávares contra los turcos) y los aztecas eran una sociedad menos evolucionada tecnológicamente y anclada en algunos miedos y supersticiones, lo que daba a Cortés una cierta ventaja.

En cambio aquí los españoles se enfrentaban a un ejército que presumía de ser el mejor o uno de los mejores del mundo, dotado de excelentes buques, y armas modernas. Cierto que las enfermedades ayudaron a los españoles, y que la incompetencia de Vernom y los suyos también vino bien, pero lógicamente, tiene que haber factores como estos para poder ganar una batalla tan desigualada, igual que también los hubo en las demás batallas de la Historia en las que un ejército pequeño terminó venciendo a uno mucho mayor.

Para quien esté interesado en esta gran hazaña, dejo algunos enlaces de interés:

http://usuarios.lycos.es/pay/lezo.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Sitio_de_Cartagena_de_Indias

domingo, 22 de julio de 2007

Desenterrando héroes (I)

Perdónenme los ultrapacifistas y los “progres” de pacotilla, pero como buen aficionado a lo militar, tarde o temprano tenía que caer una entrada sobre el tema, y aquí está. En realidad, es la primera de una serie de entradas que quiero dedicar a uno de los hechos más increíbles e injustamente olvidados de la Historia. Vamos a ello.

Me he preguntado muchas veces (como cualquiera al que le interese el tema) cuál es el hecho militar (batalla, asedio, campaña, etc.) más increíble y meritorio de la Historia, aquél que debería estudiarse especialmente por la inteligencia, el valor y la capacidad de reacción de quienes participaron en él. En un foro en el que a veces participo, existe ya un hilo sobre ello, y los foreros han votado por muchas de las batallas más famosas de la Historia: Waterloo, Trafalgar, Lepanto, Salamina, Stalingrado... Sin embargo, hace unos días, un forero mencionó un hecho casi olvidado y que me hizo recapacitar sobre el tema: se trata del asedio a Cartagena de Indias, en Colombia, por el ejército inglés, que fracasó ante la defensa del español, en 1741. Este hombre tiene razón, y me llama también la atención que los otros dos hechos militares que considero más meritorios los hayan llevado a cabo también tropas de nuestro país. Son estos:

Como “medalla de bronce” yo escogería la famosa “venjança catalana” de los almogávares, una vez que su jefe, Roger de Flor, fue traidoramente asesinado por los griegos, que le habían contratado como mercenario. La verdad es que la acción de los almogávares fue increíble: siendo tan solo unos pocos centenares, se enfrentaron a miles de griegos, en batallas sucesivas, y les vencieron siempre, e incluso se permitieron el lujo de ir en busca de los mercenarios alanos (que eran quienes habían realizado el asesinato) y perseguirles para darles muerte. Y me parece especialmente meritorio porque se trataba de un ejército muy reducido (muchas de las tropas habían sido asesinadas junto a Roger) y sobre todo sin un mando claro, lo cual es muy importante para un ejército, como cualquiera sabe. Rocafort y Entença, los dos jefes con más prestigio que quedaron, consiguieron conducir la situación bastante bien, a pesar de sus enemistades personales, y llevaron a sus hombres a la victoria en unas circunstancias en las que nadie hubiera dado un duro por ellos.

La “medalla de plata” se la llevaría, en mi opinión, Hernán Cortés. Y es que no ha habido una guerra de conquista más increíble que la suya. Con unos pocos centenares de hombres se lanzó sobre el Imperio Azteca y lo conquistó, y eso sin contar con apoyos desde España, e incluso siendo perseguido por el propio gobernador de Cuba, que mandó un ejército contra él. Cortés no se amedrentó por ello, y le salió al encuentro, venciéndolo y ganándose a los soldados enviados contra él, a los que convenció para unirse a su causa. También tuvo un excelente tacto diplomático con los indios que encontraba a su paso, convenciéndolos para que se unieran a él contra los aztecas, que les tenían avasallados. Habrá quien se pregunte por qué considero que esta acción merece estar por encima de la de los almogávares. La razón es que Cortés y los suyos se internaron en lo desconocido. Se trataba de recorrer centenares de kilómetros hacia en interior de un continente del que no se sabía casi nada (los españoles por entonces apenas habían realizado algunas expediciones de reconocimiento en la costa) y enfrentarse a un imperio completamente ignorado y del que no sabían qué podía esperarse. Por contra, los almogávares conocían perfectamente a los griegos, con los que habían luchado frente a los turcos, y sabían cómo combatirles. A las malas, quizás hubieran podido capturar algunas naves y poner rumbo al Oeste, para volver a dominios catalanes; en cambio Cortés, nada más llegar, dio orden de quemar las naves, para dejar claro que en aquella campaña sólo había dos salidas: la victoria o la muerte.

Alguien se preguntará por qué estas campañas son más meritorias que las conquistas de César, de Alejandro, de Gengis Khan, de Napoleón... La razón por la que estos dos hechos me parecen especialmente destacables es el número casi ridículo de combatientes (entre 100 y 600 aproximadamente) frente a los miles y miles de sus enemigos. Por contra, todos los conquistadores mencionados antes disponían de ejércitos de varios miles de hombres, e incluso cientos de miles. No se puede comparar, por ejemplo, la situación de Wellington en Waterloo o de Nelson en Trafalgar con la de Cortés y Rocafort en sus respectivas luchas. Los primeros disponían de fuerzas casi equivalentes a sus adversarios, y eso ya les da muchas posibilidades. Es cierto que, por ejemplo, Alejando sí se enfrentó a un ejército persa muy numeroso, pero aún así disponía de miles de hombres con los que cubrir el terreno que formaba el campo de batalla, mientras los persas apenas podían maniobrar fácilmente con su enorme concentración de tropas. En cambio, encontrarse con unos pocos centenares de hombres frente a decenas de miles es mucho más complicado, porque ahí sí que es muy difícil evitar ser cercado, y a menos que te refugies en una fortificación, apenas deberías tener posibilidades. Aún hoy resulta increíble que pudieran vencer en batallas a campo abierto.

Falta la “medalla de oro”, el asedio a Cartagena de Indias, pero de esa hablaré en otra entrada, pues se lo merece. Sólo quiero añadir una reflexión: Se critica a menudo a nuestro ejército y se menosprecia nuestra historia, pero lo cierto es que, bien mirado, no está por debajo de ningún otro. Estas tres acciones que destaco las he escogido sin tener en cuenta para nada la nacionalidad de quienes las llevaron a cabo, y es que a mí se me pueden buscar muchos defectos, pero el patrioterismo, va a ser que no. Ahora bien: igual que no me gusta caer en el patrioterismo, menos me gusta la autoflagelación absurda con la que muchos difaman la historia de su propio país, sin saber darse cuenta de que en ella hay hechos que, de haberlos protagonizado unos soldados ingleses o franceses, serían ahora mismo objeto de loas y alabanzas en todo el mundo. Es bien sabido que los españoles preferimos tener antihéroes antes que héroes. Parece como que nos mola más hacer de bufones y dejar a otros los puestos de mérito, hasta el punto de que ocultamos, como si fueran vergüenzas nacionales, a nuestros propios héroes. Pues yo, con su permiso, voy a hacer de desenterrador de héroes por un día.

sábado, 21 de julio de 2007

Si ya lo decía yo...

No hace ni un mes que en una de mis últimas entradas comentaba la vuelta atrás de nuestra sociedad hacia métodos inquisitoriales que parecían propios del pasado, cuando va y estalla la polémica sobre la portada de la revista El Jueves. Quienes siguen esta revista saben que no es sino una portada más, incluso menos fuerte que muchas otras. La diferencia estriba en que ahora a determinado fiscal se le ha metido en la mollera que con la casa real no se mete ni Dios. Pues nada, hombre, te pones el traje de Torquemada y desatas tu ira sobre los dibujantes. ¿Qué vas a conseguir? Lo que ya has conseguido: que todo el mundo haya visto la portada y hable de ella. Vamos, yo soy el príncipe y te doy dos hostias por listo.

Desde mi humilde punto de vista, todos estos coletazos inquisitoriales no son más que un esfuerzo vano de cierta parte de la sociedad por intentar convertir en respetable lo que no merece serlo. Me explico: La persona realmente admirable, no necesita de censuras. Sus acciones, sus palabras, su actitud, su autoridad innegable imponen respeto allá donde va, de tal modo que quienes se atreven a difamarle son objeto de desprecio por el resto de la gente, sin que ninguna ley o fiscal lo pida. En cambio, con estos personajillos de hoy en día que hacen de príncipes, de presidentes, de ministros, pero que en realidad no son sino seres normales y corrientes, que no están a la altura de su puesto, es fácil que surjan las burlas y las críticas, y por eso necesitan que se les proteja artificialmente. Por eso en USA se censuran las camisetas contra Bush, o aquí las viñetas contra el príncipe... El Estado intenta crear autoridad donde no puede haberla, pues no hay ni siquiera dotes de mando. ¿Cómo se puede respetar, por ejemplo, a unos políticos como los de hoy en día, que por no ser no son ni buenos oradores? Que un político democrático no sea un buen orador me parece un crimen, pues su función es justamente discutir con los demás. Si hasta Hitler era un buen orador, ¿por qué ellos no pueden serlo? En el mejor de los casos son unos liantes, como Rajoy, que dan vueltas sobre lo mismo sin decir nada, pero buenos oradores... qué pocos quedan.

Llama la atención, por ejemplo, la falta de retórica de la casa real. Unas personas que desde que nacen se dedican casi exclusivamente a dar discursos y viajar por el mundo entrevistándose con los más diversos personajes ¿necesitan aún que alguien les pase por escrito un aburrido discurso que ni siquiera saben leer con una cierta gracia? Tengo entendido que el príncipe tiene 39 años. ¿39 años no son suficientes para aprender a recitar un discurso de diez minutos? No le pido más, simplemente que disimule un poco... ni eso. ¿Y a un personaje así es al que no se le puede dedicar una viñeta sobre la última medida del gobierno?

Afortunadamente, estas medidas llegan tarde. La sociedad, apoyándose en una red difícilmente censurable, puede reaccionar a tiempo y neutralizar estos desesperados intentos por coartar la libertad. Demasiado tarde, Torquemada.

sábado, 7 de julio de 2007

El tonto que se ríe de otro tonto

Me gustan mucho los artículos de Alber Vázquez en Libro de notas, no sólo porque suelo coincidir mucho con su opinión, sino porque me encanta la manera tan directa, sencilla y honesta (muy vasca, por cierto) que tiene de decir las cosas. Una de sus últimas entradas (a la que ha seguido una auténtica guerra de comentarios en su página) me ha hecho reflexionar especialmente sobre un tema que, de tan recurrente ya cansa un poco, pero que por mucho que nos esforcemos siempre vuelve a nosotros: el de que las generaciones jóvenes están peor educadas y formadas que la nuestra y las anteriores a la nuestra. En este caso, no acabo de estar de acuerdo con él, y lo pongo aquí porque un comentario me parece un lugar demasiado breve para aclararlo.

Personalmente, y a pesar de compartir la impresión intuitiva de que los jóvenes son algo ignorantes en cosas que antes sabía cualquier adolescente, pienso que la guerra de generaciones es, como la guerra de sexos y tantas otras, una gilipollez. Siendo honestos, tendremos que reconocer que ninguna generación es mejor ni peor que cualquier otra, de la misma manera que los hombres no somos mejores que las mujeres ni ellas mejores que nosotros, etc. Cada cual en esta vida intenta salir adelante como puede, en las circunstancias que le tocan vivir; aprende lo que necesita y desprecia, por lo general, aquellos conocimientos que no le aportan ninguna utilidad real.

Si los jóvenes no aprenden ciertas cosas, será, digo yo, porque su entorno no se lo pide. Si no, ya verías cómo espabilaban. Tontos no son: mira con qué facilidad aprenden a pasar pantallas del último juego de la play o averiguan cómo configurar los puertos para usar el emule por mucho que Telefónica intente impedirlo. Cada cual se esfuerza en aquello que le parece necesario o que simplemente llama su atención, así de simple. Y eso no es de tontos, sino de inteligentes.

Pongo un ejemplo muy claro: Se critica mucho (y yo soy el primero en tirarme de los pelos por ello) la mala ortografía de los jóvenes, achacándola al lenguaje propio de los móviles. Y digo yo: Sí, es horrible, pero por ejemplo mi padre y muchos de su generación son casi incapaces de escribir y mandar un sms, y en cambio estos chavalillos te escriben uno con una parrafada en un santiamén. No sé yo entonces quién es aquí el tonto. De hecho, cuando yo comencé a usar un móvil y me llegaron mensajes en este curioso "idioma", lo primero que pensé no fue "oh, generación degenerada que ya no sabe ni escribir como Dios manda", sino "ostras, qué ingeniosa manera de comprimir la información para opitimizar la transmisión".

Cada generación tiene sus virtudes y sus tonterías, y cuando una se ríe de otra, no comprende que es un tonto riéndose de las tonterías de otro.