Se ha dicho muchas veces que el primer paso para mejorar algo que está mal, es darse cuenta de que está mal, porque si creemos que está bien, no intentaremos cambiar nada.
Entre las personas a las que considero amigas mías, hay una de la que me siento especialmente orgulloso, porque es capaz de aplicar a su vida esta regla tan importante. No la aprecio sólo porque tiene un carácter vivo y una sensatez mayor que la de la mayoría de gente de su edad, sino porque practica la importante virtud de mejorarse a sí misma día a día, cosa que todos dicen hacer, pero que pocos persiguen de verdad. Y es que pese a ser una chica tan temperamental, se da cuenta de que debe controlarse más, y que su genio a veces puede jugarle malas pasadas. Consciente de ello, ha aprendido a pensárselo dos veces antes de soltar barbaridades, con lo que ha conseguido ganar en mesura sin perder ese ímpetu y esa frescura tan caracerísticas en ella. Ha cambiado mucho (para bien) en los tres años que hace que la conozco, y eso dice mucho a su favor.
Hoy me ha venido a la cabeza esta amiga al pensar en otras que no siguen la regla y que, aunque también merecen toda la consideración del mundo y tienen no pocas buenas cualidades, se aferran con tal tozudez a su propio carácter, que corren el riesgo de dar la espalda a cualquier mejora, estancándose en sus propios errores sólo por orgullo, error que, al cabo de bastantes años, acaba siendo fatal. Este contraste me ha inspirado las reflexiones de este artículo que escribo ahora.
Uno tiene siempre derecho a defender su propio carácter y sus propias opiniones. Yo soy el primero que, si creo que algo lo estoy haciendo bien, ya puede venir San Pedro bendito a decirme lo contrario que lo voy a seguir haciendo. Igualmente, mis opiniones las mantengo mientras nadie me demuestre, con argumentos de peso, que son falsas. Ahora bien, cuando ese alguien llega, también soy el primero en dar marcha atrás, entre otras cosas porque he aprendido que empeñarse en mantenerse en el error, sólo da problemas. No pasa nada malo por rectificar, y sí, en cambio, por seguir equivocado. Del mismo modo, aquellos detalles del carácter que sé que debo cambiar, intento cambiarlos poco a poco (son cambios que requieren mucha paciencia, años incluso), porque mis defectos, sinceramente, prefiero sacármelos de encima por mucho que sean míos y les pueda tener un cierto apego.
Este es el camino que creo que uno debe seguir, y me apena ver personas (y conozco varias) que, por el contrario, sucumben a su propio orgullo. Esta tendencia es un vicio peligroso, porque nos impide eliminar otros. El orgullo es una cualidad recomendable, pero también un arma de doble filo: Si careces de él, no tendrás el carácter ni la fuerza necesarias para abrirte paso en la vida, pero si no lo aparcas cuando toca, alguien se abrirá paso a través de ti. Los orgullos de las personas chochan inevitablemente entre sí, y para vivir en sociedad tenemos que aprender, entre otras muchas cosas, a "ceder el paso". No hacerlo supondría lo mismo que conducir un coche sin respetar los cedas al paso y creyendo que siempre tenemos preferencia en los cruces. No la tenemos. A veces nos toca pasar a nosotros, pero a veces no; quien no se decide a pasar no avanzará nunca, pero quien no cede el paso nunca, acabará estrellándose. Hay que saber distinguir qué toca hacer en cada caso, igual que cuando aprendemos a conducir.
Por eso yo, a quien tiene conflictos con otras personas y se ve envuelto en múltiples discusiones, le preguntaría: "¿A cuántas de ellas les has cedido el paso y en cuántas ocasiones?". Si las discusiones son muchas y la respuesta a la pregunta es "ninguna", algo falla, casi con total seguridad. Quizás en momentos en los que debimos restarle importancia a un tema que nos molestaba, no lo hicimos y nos empeñamos en plantarle cara a alguien; quizás en discusiones que se veía que no conducían a ningún lado nos empeñamos en intentar obligar al otro a darnos la razón, y obligar a nuestros orgullos a enfrentarse para nada, sembrando la enemistad sin conseguir nada a cambio; quizás cuando nos llamaron la atención sobre un defecto nuestro, en lugar de intentar reflexionar sobre él y aceptar que podían tener razón (cosa difícil, sin duda, pero que hay que intentar), nos refugiamos en nuestro propio orgullo y rechazamos cualquier autocrítica. Quizás hicimos entonces como el Rey Lear, que se dejó llevar por los aduladores sin hacer caso a quienes le decías las cosas claras, tachándolos de difamadores y malas personas, y así acabó.
Además, ser siempre orgulloso y querer hacer las cosas a nuestra manera, provoca en los demás la impresión de que les menospreciamos y no tenemos en consideración sus opiniones ni los problemas que quizás hayamos podido causarles, con lo cual perdemos amigos y ganamos enemigos (dos cosas muy poco recomendables). En cambio, quien es capaz de abrirse a las objeciones de los demás, demuestra consideración, sociabilidad y confianza, con lo que las amistades se refuerzan y las enemistades se atenúan. Si tenían razón en sus críticas, nos mejoraremos a nosotros mismos y ofreceremos al mismo tiempo una imagen de grandeza; e incluso aunque al final estuvieran equivocados, siempre se apreciará nuestro carácter abierto, comprensivo y humilde, por haber sabido escuchar y reflexionar.
No sé si todos seremos capaces de seguir estos preceptos, pero yo desde luego lo intento siempre y espero no fallar en este empeño, porque sé que como no haga las cosas así, lo pagaré, igual que lo acabará pagando cualquier otro que tampoco los siga.
Imagen: http://aziroet.com/rosamdediego/2007/06/09/meme/
Entre las personas a las que considero amigas mías, hay una de la que me siento especialmente orgulloso, porque es capaz de aplicar a su vida esta regla tan importante. No la aprecio sólo porque tiene un carácter vivo y una sensatez mayor que la de la mayoría de gente de su edad, sino porque practica la importante virtud de mejorarse a sí misma día a día, cosa que todos dicen hacer, pero que pocos persiguen de verdad. Y es que pese a ser una chica tan temperamental, se da cuenta de que debe controlarse más, y que su genio a veces puede jugarle malas pasadas. Consciente de ello, ha aprendido a pensárselo dos veces antes de soltar barbaridades, con lo que ha conseguido ganar en mesura sin perder ese ímpetu y esa frescura tan caracerísticas en ella. Ha cambiado mucho (para bien) en los tres años que hace que la conozco, y eso dice mucho a su favor.
Hoy me ha venido a la cabeza esta amiga al pensar en otras que no siguen la regla y que, aunque también merecen toda la consideración del mundo y tienen no pocas buenas cualidades, se aferran con tal tozudez a su propio carácter, que corren el riesgo de dar la espalda a cualquier mejora, estancándose en sus propios errores sólo por orgullo, error que, al cabo de bastantes años, acaba siendo fatal. Este contraste me ha inspirado las reflexiones de este artículo que escribo ahora.
Uno tiene siempre derecho a defender su propio carácter y sus propias opiniones. Yo soy el primero que, si creo que algo lo estoy haciendo bien, ya puede venir San Pedro bendito a decirme lo contrario que lo voy a seguir haciendo. Igualmente, mis opiniones las mantengo mientras nadie me demuestre, con argumentos de peso, que son falsas. Ahora bien, cuando ese alguien llega, también soy el primero en dar marcha atrás, entre otras cosas porque he aprendido que empeñarse en mantenerse en el error, sólo da problemas. No pasa nada malo por rectificar, y sí, en cambio, por seguir equivocado. Del mismo modo, aquellos detalles del carácter que sé que debo cambiar, intento cambiarlos poco a poco (son cambios que requieren mucha paciencia, años incluso), porque mis defectos, sinceramente, prefiero sacármelos de encima por mucho que sean míos y les pueda tener un cierto apego.
Este es el camino que creo que uno debe seguir, y me apena ver personas (y conozco varias) que, por el contrario, sucumben a su propio orgullo. Esta tendencia es un vicio peligroso, porque nos impide eliminar otros. El orgullo es una cualidad recomendable, pero también un arma de doble filo: Si careces de él, no tendrás el carácter ni la fuerza necesarias para abrirte paso en la vida, pero si no lo aparcas cuando toca, alguien se abrirá paso a través de ti. Los orgullos de las personas chochan inevitablemente entre sí, y para vivir en sociedad tenemos que aprender, entre otras muchas cosas, a "ceder el paso". No hacerlo supondría lo mismo que conducir un coche sin respetar los cedas al paso y creyendo que siempre tenemos preferencia en los cruces. No la tenemos. A veces nos toca pasar a nosotros, pero a veces no; quien no se decide a pasar no avanzará nunca, pero quien no cede el paso nunca, acabará estrellándose. Hay que saber distinguir qué toca hacer en cada caso, igual que cuando aprendemos a conducir.
Por eso yo, a quien tiene conflictos con otras personas y se ve envuelto en múltiples discusiones, le preguntaría: "¿A cuántas de ellas les has cedido el paso y en cuántas ocasiones?". Si las discusiones son muchas y la respuesta a la pregunta es "ninguna", algo falla, casi con total seguridad. Quizás en momentos en los que debimos restarle importancia a un tema que nos molestaba, no lo hicimos y nos empeñamos en plantarle cara a alguien; quizás en discusiones que se veía que no conducían a ningún lado nos empeñamos en intentar obligar al otro a darnos la razón, y obligar a nuestros orgullos a enfrentarse para nada, sembrando la enemistad sin conseguir nada a cambio; quizás cuando nos llamaron la atención sobre un defecto nuestro, en lugar de intentar reflexionar sobre él y aceptar que podían tener razón (cosa difícil, sin duda, pero que hay que intentar), nos refugiamos en nuestro propio orgullo y rechazamos cualquier autocrítica. Quizás hicimos entonces como el Rey Lear, que se dejó llevar por los aduladores sin hacer caso a quienes le decías las cosas claras, tachándolos de difamadores y malas personas, y así acabó.
Además, ser siempre orgulloso y querer hacer las cosas a nuestra manera, provoca en los demás la impresión de que les menospreciamos y no tenemos en consideración sus opiniones ni los problemas que quizás hayamos podido causarles, con lo cual perdemos amigos y ganamos enemigos (dos cosas muy poco recomendables). En cambio, quien es capaz de abrirse a las objeciones de los demás, demuestra consideración, sociabilidad y confianza, con lo que las amistades se refuerzan y las enemistades se atenúan. Si tenían razón en sus críticas, nos mejoraremos a nosotros mismos y ofreceremos al mismo tiempo una imagen de grandeza; e incluso aunque al final estuvieran equivocados, siempre se apreciará nuestro carácter abierto, comprensivo y humilde, por haber sabido escuchar y reflexionar.
No sé si todos seremos capaces de seguir estos preceptos, pero yo desde luego lo intento siempre y espero no fallar en este empeño, porque sé que como no haga las cosas así, lo pagaré, igual que lo acabará pagando cualquier otro que tampoco los siga.
Imagen: http://aziroet.com/rosamdediego/2007/06/09/meme/
1 comentario:
He echado una pota en mi blog, a modo de contestacion. Que si no se hacia muy largo, y tengo yo el dia filosofo hoy...
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